Empezar una carrera en solitario tras haber puesto punto y final a algo que funcionaba tan bien como Héroes del Silencio no podía ser fácil. Aseguraba a una legión de seguidores y a la totalidad de la crítica mirando sus pasos con lupa, pero esa expectación –y más si la nueva propuesta musical se distanciaba de la del grupo, como es el caso- podía conducir hacia la comparación y fácilmente hacia la desaprobación.
Lo que no se le puede negar a Enrique Bunbury es el valor que tuvo para afrontar este nuevo reto como corresponde a un personaje de su creatividad: sin ningún tipo de complejos. Lejos de intentar asegurar el éxito con algo continuista, abrió el espectro de influencias a todo tipo de sonoridades, desde el tango a la música oriental, y no se puede negar que, al menos tras la controvertida acogida de sus primeros trabajos, consiguió moldearlas en poco tiempo en un sonido personal (ese “rock bastardo” que él mismo ha dado en llamar) que puso de acuerdo a todos en el halago a base de mucha imaginación y trabajo. Porque si hay algo que caracterice a “Flamingos” -su tercer disco de estudio- a parte de la exuberante complejidad, es el trabajo. Lo demuestran los hasta nueve meses de faena en Avinyonet de Puigventós y las más de 150 pistas de sonido para instrumentos e infinitos arreglos (de cuerda, de viento, teclados...) de la banda y múltiples colaboradores.
Pero la apuesta consiguió dar sus frutos. Por un lado, la riqueza que respira “Flamingos” de principio a fin y, por otro, el inmediato éxito en España, México o Argentina, sus principales fueros. En total, más de 300.000 discos vendidos y una gira a reventar en cada recinto que duró año y medio con más de 150 fechas. Aceptando el tema pugilístico que propone la portada, a propósito de su fe para levantarse y luchar tras los muchos palos de su vida profesional y personal (recordemos que este disco está marcado por su ruptura matrimonial), pelea ganada. Y por K.O.
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