Vaya por delante que esta vez no se puede decir
objetivamente que esté hablando de un “gran disco”. Tampoco es que crea que Pretty
Boy Floyd tuvieran intención de hacer un gran trabajo musical, todo hay que
decirlo. Ni que quisieran crear “algo nuevo”, porque incluso dentro de una
escena de por sí poco original, en ellos eran “más que evidentes” las
influencias de Mötley Crüe o Poison. No se puede decir que tuvieran un enorme
talento, ni siquiera que tuvieran alguna de esas figuras habituales de los
grupos ochenteros de éxito, como un guitarrista especialmente virtuoso o un
cantante con unas cualidades vocales muy reconocibles.
Estos tipos, eso sí está claro, se quisieron apuntar a la
moda del sleazy y el hard rock macarra de finales de los 80s, y su gran baza
para asaltar la fama fue “la pose”.
No parece una buena carta de presentación, pero era
necesaria la aclaración porque a partir de esto se les pueden empezar a
descubrir las virtudes. Y es que algo
especial debieron tener para que éste fuera un álbum de cierta repercusión (o
al menos que contuvo singles de cierta repercusión) y que, con un cuarto de
siglo a sus espaldas, siga teniendo ese halo de “disco de culto” que le hace
ser recomendado aquí y allá entre los más aficionados a aquel estilo.
Por empezar presentándolos de alguna manera, diré que Pretty
Boy Floyd fueron cuatro tipos de Hollywood más maquillados que los Poison y
disfrazados del prototipo de “chica explosiva” de los clips de la época, con
una buscada estética andrógina, mucha connotación sexual y por bandera un
cantante al que llamaban Steve “Sex” Summers, que en lo vocal parecía imitar a
Vince Neil, pero que en lo físico era difícil de distinguir como hombre o
mujer.
Su potente maquinaria “de imagen” llegaba a impregnar un
disco de debut, el que presento, con título ambiguo a juego con el propio
nombre del grupo (“Chicos de cuero con juguetes eléctricos”), que evidenciaba
que buscaban la polémica elevando el carácter gamberro habitual de este tipo de
bandas hasta la apuesta más alta.
Lo “especial” de todo esto (por fin) es que toda la
parafernalia consiguió empapar el disco de un “rollo” ultra-fiestero, inmaduro,
quizá algo “cutre” y pasado de vueltas, pero que en definitiva sumaba para
formar un ambiente de mucho gancho y divertimento, que hoy día se puede
identificar mucho con aquella época y escena.
Para entendernos, éste es un disco del que puedes pensar que
no es gran cosa, pero que sigues teniendo ganas de pinchar... mientras sigas
teniendo ganas de fiesta. De esos que te daría cierta vergüenza proclamar como
una referencia, pero que siempre recuerdas con una sonrisa. Probad a escucharlo
-si es que no lo conocéis ya- y, después de las sensaciones iniciales o de los
juicios más racionales -que seguramente irán por otro lado-, decidme si “Your
Momma Won’t Know” o “Rock and Roll (Is Gonna Set The Night On Fire)” no se han
quedado rondando vuestras cabezas.
¿Sí? Pues eso: gancho, fiesta gamberra (aunque desde la
óptica actual parezca hasta inocente), y una manera divertida de recordar
“aquella parte” del final de los 80s.
Eso sí, para ellos -más que para nadie- fue una lástima que
toda aquella escena no durara mucho más. Porque cuando alguien se esfuerza
tanto en identificarse con algo, creando una “imagen prototípica”, está
condenado a desaparecer en cuanto cambia “el dibujo”.
Pretty Boy Floyd (su primera “encarnación”) llegó cuando
aquella etapa daba sus últimos coletazos y no les dio tiempo para mucho más que
este debut. Quizá esto también sea parte del encanto del disco, pero en fin:
Que tengan más suerte de cara a sus actuales proyectos.